en la fuerte y hermosa tierra;
en la tierra buena:
Santificado sea el nombre tuyo que nadie sabe;
que en ninguna forma se atrevió a pronunciar
este silencio pequeño y delicado...
este silencio que en el mundo somos nosotras las rosas...
Venga también a nos, las pequeñitas y dulces flores de la tierra,
el tu Reino prometido...
Hágase tu voluntad, aunque ella sea que nuestra vida
sólo dure lo que dura una tarde...
El sol nuestro de cada día, dánoslo para el único día nuestro...
Perdona nuestras deudas -la de la espina, la del perfume cada vez más débil,
la de la miel que no alcanzó para la sed de dos abejas...
-así como nosotras perdonamos a nuestros deudores los hombres,
que nos cortan, nos venden y nos llevan a sus mentiras fúnebres,
a sus torpes e insulsas fiestas...
No nos dejes caer nunca en la tentación de desear la palabra vacía,
-¡el cascabel de las palabras!...-,
ni el moverse de pies apresurados,
ni el corazón oscuro de los animales que se pudre...
Más líbranos de todo mal.
Amén.
Dulce María Loynaz

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